La sirena egoísta sintió el latido de su corazón por primera vez en su vida. Y recordó las frases dichas de antaño, de que aunque ellos no tuviesen alma, no significaba que no pudiesen amar.
El latir continuó, doliendole en la mitad del pecho. Cubrió con su mano aquella zona, esperando que el dolor acabara... por supuesto no funcionó.
Alzó la mirada sintiéndose culpable, observó la orilla del mar como el músico derramaba lagrimas por su arpa destrozada.
Y ella quiso morir. Aún más, porque extrañamente esas lagrimas le escocían mucho más que su propio latir. Miró al cielo, observó su mundo y se despidió en silencio mientras se acercaba a la orilla, desapareciendo lentamente.
La sirena dio todo para reparar el corazón de quien amaba. Se convirtió en un arpa preciosa, en lo único que el músico podía amar con plenitud.
Decidió ser el instrumento con el cual creara melodías todos los días. Así siempre estaría entre sus brazos. Y egoísta (en parte) porque quería ser aquello que más valorara el artista. Su arte.