La niña miró con profundo desagrado, los zapatos de charol que asfixiaban sus pies. Pasó las manos por la tela suave del vestido rosa, la enagua del mismo la hacia sentirse incomoda.
—Mamá… ¿Por qué tengo que vestirme así?
—Eres una niña hermosa— comentó distraídamente mientras buscaba un sombrero que combinase con todo el conjunto— delicada, de piel blanca. Igual a la muñeca de porcelana que te dio tu abuela.
—Me aterra esa muñeca.
—No digas tonterías. Ahora sonríe, pórtate bien, no te ensucies ni hables. Las niñas buenas hacen eso.
Las niñas buenas era la frase favorita de su madre. Bueno, la niña pensaba eso porque lo repetía incesantemente, como el zumbido de una mosca que no se puede aplastar.
Ella miró a los niños jugar, empujarse y gritar. Que envidia... tan libres como los pájaros.
En cambio, ella estaba condenada a sonreír, caminar derecha y no hablar.
A ser sencillamente idéntica a la muñeca sin vida que reposaba sobre su cama todos los días.